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sábado, 18 de octubre de 2014

La termita que devoraba palabras

Esta entrada se la dedico a la memoria de mi madre. Ella apenas me contaba cuentos, pero me narraba antiguas historias familiares que recuerdo, junto al eco de su voz, tal como ella me las relataba. Esas historias me enseñaron a mirar al infinito con los pies en la tierra.


Cuento para niños y no tan niños

Fuente: “Historias de la otra tierra” de Paloma Orozco Amorós.

«Era una termita que devoraba palabras.

Todo el mundo sabe que las termitas poseen una inteligencia enigmática, que rehúyen el aire y que son ciegas de nacimiento. Constituyen un pueblo para el cual no brilla el sol, para el que no florecen las flores y para el que no sonríe un cielo azul. Son seres lúgubres, incomprensibles, destructores subterráneos alejados de todo lo habitado por los demás seres.

Son insectos armados de poderosas mandíbulas, con las cuales perforan y devoran los enseres más variados: muebles, papeles, ropas…

Existen termitas soldados (son más belicosas), termitas viajeras (cuyo espíritu de aventura solo es superado por su insaciable apetito), termitas mordientes (que tienen los dientes más afilados que una sierra), e incluso termitas lucífugas (son distinguidas y se visten siempre de un negro brillante para contemplar el mediodía de Europa).

Pero ninguna tenía la rara habilidad de comer palabras, porque el trabajo principal de nuestra termita de cabeza gris y alta frente era destruir comiendo y construir con la comida. Se alimentaba de las palabras que devoraba y edificaba con ella frases que encajaban unas con otras, hasta que conseguían levantar una obra lingüística de medidas arquitectónicas perfectas.

Así iba dejando construcciones desperdigadas por el bosque. Si te sentabas al pie de un árbol, de pronto tenías al lado una de esas curiosas obras y, si la observabas con atención, podías incluso entenderla.

Como nunca veías a ese microscópico ser, tenías que tener mucho cuidado cuando lanzabas tus palabras, porque la termita podía estar justo ante ti y tragárselas todas una tras otra. Las roía hasta hacerlas comestibles. Más tarde, cuando las había digerido, las volvía a componer en su interior hasta que lograba darles sentido y las ponía en relación con otras para formar frases, que devolvía al exterior.

Una vez vi una construcción que se llamaba Memoria. Estaba compuesta por un montón de palabras: figuraban allí la palabra “dolor”, la palabra “nostalgia” y la palabra “invocar”. También había extraños términos como “evocación”, “recuerdo” y “resucitar”.

Yo siempre había creído que la memoria era lo que nos hacía acordarnos de la tabla de multiplicar, pero está claro que para la termita era lo que nos permite regresar a algo que tuvimos y que recobramos del pasado gracias al recuerdo.

Entonces volví atrás en el tiempo y pensé en mi infancia, en las horas de colegio, en el olor de los libros recién comprados, en los bocadillos de media tarde, en los cuentos antes de dormirme… Sin apenas darme cuenta pronuncié en alto la palabra Madre. La termita la devoró en cuestión de segundos, y casi al instante formó a mis pies una construcción cuya base fundamental era “pastel de chocolate”.

Me acordé entonces de cada cumpleaños cumplido, y de mi madre haciendo ese pastel mientras susurraba una canción que hablaba de que alguien no tenía edad para amar.

Una lágrima resbaló al suelo porque mi madre ya no estaba conmigo. Hacía tiempo que había emprendido viaje a ese otro mundo detenido donde la vida es una corriente de aire entre las ventanas abiertas del infinito.

Cuando me iba, la termita aún finalizó otra obra: Eternidad. Comprendí que, del mismo modo que se alimentaba de palabras y con estas formaba frases, también se nutría bebiendo lágrimas con las que edificaba sentimientos».


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